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04-09-2016 |
Uruguay
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La casa en la que Castiglioni guardaba el archivo de 65 cajas / Foto: Pedro Pandolfo
Samuel Blixen
El estamento político debería estar preocupado por la autonomía de la inteligencia militar que, desde 1985, venía desarrollando actividades de espionaje (seguimientos, escuchas clandestinas, interferencias telefónicas, infiltraciones) de las que fueron víctimas presidentes, ex presidentes, senadores, diputados, jueces y fiscales, partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales.
El presidente de la República Jorge Batlle era objeto de espionaje militar a mediados de 2002, en plena crisis económica, a través de la vigilancia, las escuchas y los seguimientos de los que era blanco el prosecretario de la Presidencia Leonardo Costa, según se infiere de la lista de documentos y carpetas incautadas en el domicilio del fallecido coronel Elmar Castiglioni, en el allanamiento judicial de octubre de 2015, hasta ahora mantenidos en secreto presumarial.
En un operativo que duró ocho horas, la jueza penal Beatriz Larrieu y el fiscal Carlos Negro allanaron, el viernes 2, el domicilio del coronel Elmar Castiglioni e incautaron lo que verosímilmente es una parte sustantiva del archivo militar de la dictadura, aquella parte que hasta ahora era inubicable. El coronel Castiglioni, ex oficial de inteligencia, ex docente del Calen, falleció el 19 de setiembre pasado.
Ese espionaje derivó en un operativo de desestabilización del gobierno cuando se dieron a conocer las conversaciones interceptadas entre el prosecretario Costa y el diputado colorado Jorge Barrera, en que el primero le advertía al segundo que el Fmi se proponía “matar” al gobierno, ahogándolo financieramente en un contexto de virtual “corralito” bancario.
El espionaje sobre los círculos más estrechos del presidente Batlle se refiere a tan sólo una de las decenas de carpetas que el coronel Castiglioni mantenía escondidas en su domicilio de la avenida Luis Alberto de Herrera, un viejo caserón ubicado a tres cuadras del edificio de la inteligencia militar donde este oficial ocupó cargos de jerarquía a lo largo de décadas (fue cesado en 2006). Su vivienda particular fue, en los hechos, el “enterradero” de un archivo clandestino alimentado con copias de documentos originales de los servicios y con material elaborado personalmente, que en algunos casos se refería a información de la vida privada de sus “objetivos”. El volumen de información que manejaba el coronel Castiglioni –y su manera de utilizarla, a veces para presionar, a veces para desatar operaciones políticas– hizo que en las Fuerzas Armadas fuera un personaje temido.
De los documentos incautados surge que la inteligencia militar mantuvo un sistema de espionaje sobre personalidades políticas, partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales durante todo el período que va desde 1985 hasta, por lo menos 2009 (aunque la fecha es tentativa), aplicando los mismos criterios de la dictadura.
Entre los más conspicuos “objetivos” de la inteligencia militar en democracia aparecen en las carpetas del coronel Castiglioni el general Liber Seregni, Tabaré Vázquez, Carlos Julio Pereyra, Germán Araújo, Julio María Sanguinetti (y su hijo Julio Luis, al frente de una carpeta rotulada “Cangrejo Rojo”), el contralmirante Eladio Moll, el coronel Pedro Montañez, Gustavo Penadés, Azucena Berrutti, la fiscal Mirtha Guianze, el pastor Emilio Castro, Rafael Michelini, Macarena Gelman, Jorge Setelich, Jorge Vázquez y los jueces penales Alberto Reyes y Rolando Vomero, además de Leonardo Costa y Jorge Batlle (sometido a escuchas ya en 1983).
Estos nombres –y otros– están consignados en sendos informes elevados a la jueza penal Beatriz Larrieu, quien dispuso el allanamiento del domicilio del coronel Castiglioni cuando, a raíz de su fallecimiento, cundió la alarma –en octubre del año pasado– de que el archivo “paralelo” o “clandestino”, construido por el oficial de inteligencia a partir de la sustracción y/o copia de documentos oficiales, pudiera desaparecer definitivamente. La aparente incongruencia se explica en un recuadro aparte.
Los dos informes, elaborados en forma paralela por la magíster Isabel Wschebor (a nombre de la Secretaría de Derechos Humanos del Pasado Reciente) y el decano de la Facultad de Humanidades, Álvaro Rico (coordinador del equipo de historiadores de la Udelar), son resultado de una primera aproximación al contenido de las 65 cajas incautadas; ambos informes, solicitados por la jueza Larrieu, son complementarios en la medida en que destacan distintos elementos o información del archivo, aunque el informe de Wschebor detalla con más precisión algunos contenidos para orientar a la magistrada.
Una parte importante del esquema de espionaje se apoyaba en un verdadero ejército de informantes e infiltrados, según las carpetas y cuadernos que contienen las listas de los espías, y otras donde se recoge, en cintas y en Dvd, escuchas telefónicas y conversaciones grabadas “en directo” (caja 18). Es posible que esas listas de los autores de espionaje coincidan con las listas de diez rollos de microfilmes, incautados junto con otros mil rollos, por la entonces ministra de Defensa Nacional en una unidad de inteligencia; esos diez rollos habían sido precintados y lacrados por orden del general Pedro Barneix, jefe de la Dirección Nacional de Inteligencia del Estado (Dinacie) entre 2004 y 2006. (Barneix, procesado por el asesinato de Aldo Perrini, vecino de Carmelo, ocurrido en el cuartel de Colonia en 1974, se suicidó en setiembre de 2015 cuando la policía fue a detenerlo.)
En todo caso, los rollos, que supuestamente están conservados en el Archivo General de la Nación, como los cuadernos, actualmente bajo la responsabilidad de la jueza penal de 7º Turno, Adriana de los Santos –que sustituyó a Beatriz Larrieu–, son pistas fundamentales para identificar a todo el esquema de espías que, en democracia, hasta hace poco tiempo (si es que no continúa activo) se infiltraba en partidos políticos y organizaciones sociales, y operaba cerca de las personalidades cuyas actividades interesaban a los jefes de la inteligencia militar. Muchos de los informantes fueron reclutados durante la dictadura entre detenidos sometidos a tortura; otros fueron reclutados mediante pagos por sus servicios.
Se ha argumentado que dichas listas son irrelevantes porque se identifican mediante seudónimos; pero no sería demasiado difícil ubicar la verdadera identidad de quien estaba infiltrado –u operaba como informante– en el directorio del Partido Nacional; o quien asistía, en el local del Mln Tupamaros, a las charlas sobre seguridad que se brindaban a un escogido grupo de militantes. Por lo pronto, se sabe que un tal Ricardo Fierro (si ese es su nombre verdadero), empleado de la Intendencia de Montevideo y afiliado a Adeom, estaba encargado, en noviembre de 1990, de vigilar estrechamente al entonces intendente Tabaré Vázquez para determinar su rutina en función de los objetivos de una “operación Tabaré”.
La vigilancia sobre Tabaré Vázquez se incrementó en vísperas de su triunfo a la presidencia, en setiembre de 2004, como se infiere del espionaje (“Datos confidenciales. Memo 20043095”) a la abogada socialista Azucena Berrutti, lo que sugiere que la inteligencia militar tenía ya información sobre la eventual designación de la profesional como ministra de Defensa Nacional para el caso del triunfo del Frente Amplio; ambos extremos se confirmaron a los pocos meses.
Determinar los detalles de la obtención de escuchas telefónicas entre el general Seregni y el coronel Pedro Montañez, en la peletería Metro, o el seguimiento de Macarena Gelman desde el mismo momento en que se confirmó su verdadera identidad (y la consiguiente vigilancia sobre su apropiador, el jefe de policía de San José durante la segunda presidencia de Sanguinetti, Ángel Touriño, caja 47 B), o el espionaje al senador Michelini y al juez Reyes a raíz de la preocupación que provocó en el Ejército la decisión de buscar en unidades militares indicios de la “operación zanahoria” (sobre la que el informe de Rico señala que no se encontró ninguna referencia en las 65 cajas del coronel Castiglioni) permitirían dibujar las intenciones y los objetivos de la inteligencia militar en democracia.
El informe de Wschebor afirma: “El archivo de Castiglioni constituye un testimonio único, en relación con las formas de reorganización de la inteligencia militar en un contexto de restauración de la democracia en el país, y los escritos que se desprenden de dicho acervo muestran la preocupación por establecer los estrictos mecanismos de reserva en relación con las acciones de ocultamiento sobre los crímenes cometidos en el período de facto”. Rico, por su parte, afirma que se verifica una continuidad entre la labor de inteligencia militar en dictadura y la que se desarrolló en democracia. Una pista podría encontrarse en el documento “Inteligencia. Transición. 6ª reunión de trabajo del Estado Mayor del Ejército. Directivas para 1985”; el documento está fechado en setiembre de 1984 (caja 9 II).
Los dos informes subrayan la profusión del material referido al espionaje a los partidos de izquierda, el Frente Amplio, el Pvp, el Mln, el Partido Comunista y, en menor medida, al Partido Colorado y al Partido Nacional; o a los sindicatos (escuchas en los locales de Sutel y Umtra en 1992) y las movilizaciones de trabajadores, así como a los organismos de derechos humanos, en especial durante los referendos sobre la ley de caducidad. El texto del decano Rico es exhaustivo en la enumeración de documentos e informes sobre el Pcu y el Mln, sujetos, sus militantes, dirigentes y locales, a una casi permanente vigilancia desde la recuperación democrática, en un continuo con la producción de inteligencia de la dictadura. La caja 18 contiene una carpeta sobre el Frente Amplio con un documento que asigna al coronel Castiglioni el estudio del Pcu y al coronel retirado Glauco Yannone (torturador profusamente denunciado, responsable del secuestro en Brasil de Universindo Rodríguez y Lilián Celiberti) tareas similares sobre el Mln. En esa caja 18 también aparecen cuadernos con apuntes personales de Castiglioni sobre sus labores de inteligencia y la reorganización del S2, tanto desde el punto de vista de la estrategia militar como de su archivo.
Particularmente sugerente es el documento destacado en el escrito de Wschebor: “Informe realizado en el período de la Comisión para la Paz, que contiene informaciones cuya fuente se discrimina como revista Lo nuestro y siempre se cita el año 2 y el número 5, a pesar de que la información refiere a muy diversos años y está siempre asociada a las circunstancias de desaparición forzada de uruguayos desaparecidos en Uruguay”.
Del conjunto de la documentación relevada por los dos asistentes judiciales parece desprenderse una diferencia entre los documentos de origen institucional de aquellos que eran de particular interés del coronel Castiglioni. En primer lugar, los mapas y fotografías de unidades militares que fueron y son objeto de búsqueda de restos de detenidos desaparecidos. Entre los documentos sobre predios militares, el informe de Wschebor destaca la carpeta que contiene “fotografías del Grupo de Artillería Antiaérea número 1, que actualmente ha sido cautelado por el juzgado de Pando. Las fotografías muestran posibles obras a realizarse por Ose en la zona y la preocupación de Castiglioni podría estar asociada a que no realicen obras en el predio”. Las fotos, los mapas y los documentos sobre predios militares hablan de la determinación del coronel de oponer medidas a cualquier avance en la búsqueda de la verdad.
Otros documentos son menos explícitos sobre los intereses del oficial de inteligencia a la hora de guardar papeles en su domicilio particular. Las carpetas referidas a la Propaganda Due (P2): la logia con origen en el Vaticano que en el Río de la Plata, de la mano de Licio Gelli, “el banquero de Dios”, y su socio, el también banquero Umberto Ortolani, estableció fuertes vínculos con las dictaduras militares. Los documentos de Castiglioni (su tío, el inspector general Víctor Castiglioni, jefe de la inteligencia policial, comandó los allanamientos a las residencias de Gelli y Ortolani, y la incautación de 426 carpetas que después desaparecieron) se refieren a los uruguayos reclutados para la P2 y el organigrama de sus negocios y sociedades anónimas. Otro centro de interés era la masonería y la logia Tenientes de Artigas; y también esa especie de logia financiera, el grupo económico De Posadas.
El interés de Castiglioni era variado y ecléctico: iba desde las conversaciones de la dirección uruguaya de la inteligencia militar con su par argentina para analizar la propuesta del embajador estadounidense Cristopher Ashby sobre la apertura de una oficina de la Cia en Montevideo (caja 45 B), hasta la colección de documentos secretos varios sobre “agentes, informantes o infiltrados y Manipulador” (caja 7). En el otro extremo, el interés particular alcanzaba al Cuarteto de Nos (por el efecto negativo de sus canciones sobe el valor de los símbolos patrios), o la relación entre “un cabo primero y su concubino (ex Ujc)”, que pretextaba un “estudio de lealtad” (¿a la patria, al ejército, a la pareja?), en julio de 1991.
En el voluminoso archivo Castiglioni, que reposa desde octubre del año pasado en dependencias judiciales, hay mucha tela para cortar… siempre que alguien empuñe las tijeras.
Desclasificación parcial y selectiva
“El Estado ha tenido la tendencia a privatizar o seleccionar a los actores que tienen la competencia de investigar sobre este período, generando procesos de desclasificación parcial o selectiva de la documentación, lo que constituye una política de poca transparencia con relación al tema.” Tal, una frase textual del informe de Isabel Wschebor a la jueza Beatriz Larrieu, sobre la documentación de inteligencia incautada en el domicilio del coronel Elmar Castiglioni, en octubre de 2015.
Las 65 cajas con documentos, carpetas, cuadernos, casetes y Dvd, que pueden aportar elementos de información sobre algunos secretos de la dictadura, así como elementos de juicio sobre la autonomía en democracia de la inteligencia militar respecto del poder civil –autonomía que facilitó la vigilancia de las instituciones civiles–, pasan a engrosar el acervo de la documentación secreta y ocultada, rescatada hasta ahora (lo que en genérico se llama “archivos de inteligencia”) y que refiere a documentos y microfilmes de origen militar, policial y de cancillería. Sobre toda esa documentación planea un cono de opacidad, referido a diferentes criterios sobre su manejo, su carácter reservado o no, la falta de información concreta de su ubicación, que ha instalado la sospecha de que muchos de esos materiales, rescatados del ámbito militar y policial, volvieron a ser guardados bajo cuatro candados.
La irrupción en 2007 de la ministra Azucena Berrutti en una unidad militar de la calle Eduardo Víctor Haedo permitió ubicar unos muebles metálicos que contenían 1.144 rollos de microfilmes. La digitalización de ese material insumió 15 meses de trabajo y los archivos escaneados fueron guardados en 51 Dvd. Los responsables de la digitalización realizaron tres copias: una entregada al Ministerio de Defensa; otra al Archivo General de la Nación; y una tercera a la Presidencia. Cada una de las copias incluía los archivos de diez rollos que habían sido lacrados y que contenían listas de infiltrados, informantes y colaboradores que actuaron en democracia en actividades de espionaje; esos rollos, al día de hoy, acumulan varias capas de precintado y lacrado, ordenadas por no se sabe quién.
De los 51 Dvd, a la Secretaría de Derechos Humanos sobre el Pasado Reciente llegaron sólo 16, entregados por el ministro de Defensa de la época, José Bayardi, según un acuerdo previo referido en la carta que los acompañó y que estipulaba: “tal como fue conversado previamente”, aunque Brecha no ha podido identificar al interlocutor del ministro, que aceptó una entrega parcial de la documentación, cuya selección no se sabe quién definió. Esos 16 Dvd están ahora en las oficinas de la galería Caubarrere, donde funciona el Grupo de Trabajo sobre Verdad y Justicia, sucesor de la Comisión de Seguimiento. (Una anécdota: en esas mismas oficinas el jefe de la inteligencia militar durante el gobierno de Lacalle, el general Mario Aguerrondo, dispuso una estricta vigilancia de su colega el general Fernán Amado, sembrando de micrófonos la oficina donde funcionaba entonces el Comando de Apoyo Táctico.)
Y esos 16 Dvd son los que hoy se pueden consultar con cierta facilidad. Del juego llegado a la Presidencia no se sabe absolutamente nada, aunque en el informe de Wschebor surge una pista, porque allí se afirma que “en el caso de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente, de los 51 Dvd entregados como copia de lo realizado, sólo se ubicaron 35, y no habían sido entregados formalmente al archivo de la secretaría, sino que habían quedado en posesión del equipo de historiadores que trabaja en convenio con la Universidad de la República. Al momento de relevamiento de la documentación que debiera estar preservada por este organismo, nos encontramos con antecedentes de estas características, que no dan garantías públicas para su adecuada preservación”. Alguien, seguramente, aportó a la secretaría (que durante mucho tiempo, durante la presidencia de José Mujica, impuso una política de secretismo y arbitrariedad en torno a la documentación) esos 19 Dvd que no se sabe dónde aparecieron.
La discrecionalidad –y la arbitrariedad– en el manejo de los documentos y de la información operó en el sentido contrario a los esfuerzos por desentrañar los secretos de la dictadura referidos a violaciones de derechos humanos. Seguramente los 51 Dvd no contengan los datos más críticos sobre los responsables de los asesinatos y las desapariciones, o sobre los enterramientos clandestinos, pero sí podrían aportar pistas valiosas en la medida que, desde el momento en que fueron ubicados los archivos, se hubiera realizado un verdadero trabajo de análisis, de cotejo y de cruzamiento de datos –tarea que hasta el día de hoy se sigue eludiendo, como si en determinados ámbitos políticos asustara conocer la verdad–. En su lugar, se realizó un mero relevamiento historiográfico, que no es de desdeñar, pero que no es el objetivo central, a menos que la intención sea elaborar una “historia oficial”.
La confusión, la indefinición o la manipulación en torno a los documentos encontrados hasta ahora –y es de esperar que no siga el mismo camino el más reciente archivo Castiglioni– ha dejado pasar instancias clave de investigación. Tal es el caso de un documento que venía circulando desde finales de 2005, referido a una experiencia represiva aplicada en el Fusna. El documento era un informe de la inteligencia naval sobre la llamada “computadora”, un centro de análisis de las declaraciones obtenidas bajo tortura de los prisioneros, realizado por otros prisioneros. El ocultamiento de la existencia de ese documento facilitó la fuga a Italia del capitán de navío Jorge Tróccoli, la identificación de los oficiales que operaron en Buenos Aires en operativos contra refugiados uruguayos que permanecen desaparecidos, o permitió al contralmirante Tabaré Daners, en el informe entregado al presidente Vázquez, asegurar que en el Fusna las torturas a detenidos no fueron una práctica habitual y sistemática, cuando él mismo supervisó las tareas de inteligencia en la “computadora”.
Indignado, en una conversación con Brecha, uno de los colaboradores de la ministra Berrutti en el Ministerio de Defensa afirmó que si los militantes de izquierda que manejaban el documento sobre la “computadora” se lo hubieran entregado a la ministra “inmediatamente hubiéramos allanado el Fusna. Por mucho menos allanamos la unidad militar donde ubicamos un archivo”.
Un secreto a voces
Puede parecer una incongruencia: era un secreto a voces la existencia de un archivo militar clandestino que oficialmente no existía. Por ejemplo, Brecha informó sobre ese archivo un año antes de que fuera incautado, pero en ese momento la denuncia fue ignorada mediante un espeso manto de silencio.
El propio coronel Elmar Castiglioni, que ocultaba el archivo en su casa, se sintió absolutamente impune durante siete años. Seguramente tomó conocimiento de que la contrainteligencia militar lo tenía en la mira cuando, muy poco antes de renunciar, la ministra de Defensa Azucena Berrutti dio vía libre para que un equipo de coroneles del Ejército ejerciera una estricta vigilancia sobre el caserón de Luis Alberto de Herrera, que una investigación previa había identificado como el “enterradero” de un archivo clandestino. Tal operativo era resultado de una reestructura en los servicios de inteligencia, que apuntaba a un control civil de la tarea.
La orden inminente para el allanamiento, en marzo de 2008, quedó en suspenso cuando la abogada Berrutti sorpresivamente elevó su renuncia al presidente Tabaré Vázquez, “por razones de salud”. La decisión quedó en manos del flamante ministro, José Bayardi, quien ignoró los mensajes de los colaboradores de Berrutti, alertándole sobre el delicado asunto. Bayardi después adujo que no había sido enterado sobre el trabajo de inteligencia en torno a un supuesto archivo clandestino, pero el episodio había sido denunciado por Berrutti directamente al presidente Vázquez, en presencia del entonces secretario de la Presidencia Gonzalo Fernández, quien después sería a su vez ministro de Defensa (por lo que, mírese por donde se lo mire, no hubo voluntad política, como sí hubo voluntad profesional en los oficiales que realizaron el trabajo de contrainteligencia).
Azucena Berrutti puede con propiedad reivindicar que su gestión cumplió con los mandatos del Frente Amplio sobre la búsqueda de la verdad. Sus sucesores, José Bayardi, Gonzalo Fernández, Luis Rosadilla y Eleuterio Fernández Huidobro, fueron impotentes para encontrar archivos militares ocultos por sus subalternos.
Carecieron de los atributos que exhibió una mujer. De haberse actuado en vida del coronel Castiglioni, este oficial podría haber sido interrogado sobre cómo, cuándo y por qué estructuró ese archivo personal.
Ver ademas:
http://brecha.com.uy/justicia-allano-domicilio-del-coronel-castiglioni/
http://brecha.com.uy/y-sin-embargo-se-mueve/
http://brecha.com.uy/azucena-no-es-una-flor/Fuente: http://brecha.com.uy/